24 agosto 2009






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Febrero de 1976.


Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene dos hijos, y es gerente de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se juntan en su escritorio, siempre encuentran algunas grullas de origami disperzas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descigran números de la máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas y más grullas.
Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe creer en aquella superstición japonesa.
- Algún día completará las mil- cuchichean entre risas- ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su escritorio?.
Ninguno sospecha, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.


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