Y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turba que le impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el derecho y el poder de serlo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella. Siguió hablándole sin mirarla, con la misma fluidez y el calor con que recitaba, hasta que tuvo la impresión de que Sierva María se había dormido. Pero estaba despierta, fijó en él sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió a preguntar:
<<¿ Y ahora?>>
<< Ahora nada>>, dijo él. <<Me basta con que lo sepas.>>"
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